Verano en la Antártida: las claves del turismo y la exploración responsable

Expediciones científicas de pequeña escala ayudan a balancear el turismo y la preservación en esta frontera helada en los confines de la Tierra.

Por Emma Gregg
Publicado 10 feb 2022, 20:05 GMT-3
Un Zodiac (botes inflables rígidos) lleva a los ecoturistas a través de la bahía Andvord, Antártida, ...

Un Zodiac (botes inflables rígidos) lleva a los ecoturistas a través de la bahía Andvord, Antártida, donde pueden ver lo que significa ser un científico que estudia esta región tan delicada.

Fotografía de Robert Harding Picture Library, Nat Geo Image Collection

Es extremadamente inusual, como turista, poder acceder a una región prístina que se designó principalmente para la ciencia y su conservación. Es igual de inusual experimentar un lugar donde las aves y otros animales salvajes, en lugar de escaparse, te rodeen. Las islas y las costas del Océano Austral, en la Antártida, conforman a este lugar; su único rival en cuanto a conservación de naturaleza edénica son las Islas Galápagos.

Aunque la mayor parte de las 10.000 personas que residen en la Antártida durante el verano austral son climatólogos, glaciólogos, ornitólogos y ecologistas, también hay un flujo constante de turistas haciéndole frente a largos vuelos y tempestuosos mares. Entre noviembre y marzo de un año normal, alrededor de 40.000 turistas navegan por esta extraordinaria región.

A pesar de que parecen demasiadas personas para un destino con una ecología tan delicada, la Asociación Internacional de Operadores Turísticos Antárticos (IAATO, por sus siglas en inglés) establece protocolos estrictos para minimizar el daño. Los modestos, pero cómodos, buques de expedición como el que estoy tomando, que lleva hasta 200 pasajeros, terminan facilitando que las personas con mentalidad más ecológica hagan sus visitas de la manera más respetuosa posible con el medio ambiente.

Una curiosa ballena rorcual austral se aproxima a las personas en el kayak en Puerto Neko, Antártida.

Fotografía de Robert Harding Picture Library, Nat Geo Image Collection

Estos buques son pequeños y robustos rompehielos que dejan una huella de carbono por debajo de la media. Algunos tienen cascos aerodinámicos y motores híbridos; otros se despojan de las comodidades de los cruceros de lujo, para utilizar menos combustible.

Pero lo que realmente distingue a estos buques de expedición son sus guías expertos, que ofrecen charlas y excursiones que enseñan a los pasajeros de todo, desde biología de las focas hasta técnicas de supervivencia. A bordo de una de estas embarcaciones podemos, de manera fugaz, darnos una idea de cómo se podría sentir uno si fuese un científico, naturalista o explorador polar.

La embarcación que escogí está clasificada como “pequeña”, lo que significa que podemos navegar por ensenadas estrechas y tenemos permiso para desembarcar en la costa. Cuando nos preparamos, inspeccionamos nuestros equipos para exteriores meticulosamente.

“Vamos, todos, enséñennos sus Velcro”, dicen los guías de la expedición, verificando que en nuestros cierres y costuras no haya rastros de semillas, insectos, lodo o arena, y limpiando absolutamente todo con una aspiradora.

Nos enseñan sobre el respeto medioambiental, que incluye mantener distancia de los animales y no dejar rastro alguno y recalcan: “¡Nada de pañuelos descartables, migajas ni mensajes en la nieve!”. Pronto, comenzaron a bajar a los Zodiac (botes inflables rígidos) listos para trasladarnos a los rebotes a través del mar colmado de hielo, directo hacia el meollo del asunto.

Travesía a la Antártida: 65 grados al sur

Puerto Neko bordea a la bahía Andvord, un prístino fiordo antártico que tiene una forma elegante y estirada, parecido a la forma de Italia. Hacia el comienzo de la era, la caza de ballenas fue notoriamente brutal en la Antártida, hace tan solo un siglo, los buques de carga de la zona funcionaron como fábricas flotantes. Hoy en día, luego de un revés ganado a duras penas, las aguas de la bahía de Andvord, calmas como un lago y llenas de icebergs, son la viva imagen de la paz.

Mientras observo desde la playa, una ballena jorobada y su cría hacen una lenta aparición, turbando la imagen reflejada en el agua de las lejanas montañas y desencadenando una ráfaga de movimientos de cámaras fotográficas entre los pasajeros del Zodiac que justo se encuentran bastante cerca. Luego de que el agua se calme, una pequeña bandada de petreles de las tormentas (paíño de Wilson ) vuelan suavemente a lo largo de la superficie, atrapando krill del agua.

Las pendientes nevadas que se alzan por detrás de la playa están marcadas por senderos de pingüinos que escalan las empinadas pendientes hacia su zona de anidación. El flujo constante de los pingüinos papúa, como si fueran senderistas en un atestado hotel alpino, avanza de manera esquiva hacia arriba y abajo. Me hago camino bordeando la bahía hacia una pendiente que tiene vista a un majestuoso glaciar, al mismo tiempo, hago una pausa para admirar los barrancos de hielo y se escucha un estallido estruendoso al colapsar una sección, generando un mini tsunami de pequeñas olas a lo largo de la bahía.

Puede que haya terminado la explotación intencional de la fauna, pero la Antártida ahora se enfrenta a una amenaza distinta. Según los científicos climáticos, los eventos de desprendimientos (el fenómeno más simbólico del cambio climático en las regiones polares) se están volviendo cada vez más frecuentes.

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    Una cruz marca el Monumento Británico Antártico en la isla Petermann, que honra a todos los científicos que fallecieron estudiando en la extrema región, desde que el gobierno británico estableció su primer puesto de investigación en Puerto Lockroy, en 1944.

    Fotografía de Mike Theiss, Nat Geo Image Collection

    La península Antártica se está calentando aproximadamente seis veces más rápido que el promedio mundial y las capas de hielo se están afinando. A pesar que la región parece prístina, los efectos del cambio climático tienen consecuencias devastadoras y la Antártida es un lugar muy delicado.

    Travesía a la Antártida: a través de los turbulentos mares

    Mi travesía comenzó en el turístico puerto de Ushuaia, en el sur de la Patagonia, cerca de la punta del pie de América del Sur. Durante la última hora de la tarde, navegando a través del Canal de Beagle, comienza el ritual de iniciación.

    Por dos días, nuestro buque corcovea y se mueve a través del infame Paso Drake, un cruce en el océano tan tormentoso que cada objeto que no está permanentemente fijo pareciera cobrar vida propia. Mi camarote, incoherentemente amueblado con estantes abiertos, termina viéndose como si un duende lo hubiera atacado.

    El temor al clima es una preocupación comprensible para los turistas antárticos. Todos hemos visto imágenes terribles de aventureros polares con las pestañas llenas de nieve, narices con estalactitas colgando y extremidades congeladas. Durante el 2020, sin embargo, la región experimentó sus más altas temperaturas (excediendo los -15°C en la punta norte de la península) por segundo año desde el 2015. 

    En realidad, me resulta fácil mantenerme cómoda, vistiéndome de pies a cabeza en capas transpirables y protegiéndome del sol, viento y mar. Rápidamente nos acostumbramos a la rutina de bajar al vestíbulo del buque para equiparnos con impermeables, botas de goma gruesa y chalecos salvavidas compactos para la próxima aventura.

    En nuestras primeras incursiones, observamos el amanecer dorar los glaciares al borde de los canales de Neumayer y Lemaire, nos deslizamos por las aguas calmas hacia nuestra primera colonia de pingüinos en Punta Damoy y avistamos leopardos marinos descansando sobre almohadas de hielo con sus rostros mostrando unas siniestras y fijas sonrisas predatorias.

    A esta altura del verano, los leopardos marinos están bien alimentados: montones de polluelos de pingüinos de Adelia y pingüinos barbijo se han echado ya al agua, corriendo el riesgo de cruzarse con la dentadura letal de los leopardos. Los pingüinos papúa, que se reproducen más adelante, serán los próximos. Por ahora, los mullidos pichones permanecen en tierra hastiando a sus padres por comida al segundo que regresan de sus viajes en búsqueda de alimento.

    Un pingüino papúa está alerta en un puesto de avanzada rocoso a medida que se acerca el crucero.

    Fotografía de Design Pic Inc, Nat Geo Image Collection

    Pingüinos jóvenes y hambrientos se escabullen a los refugios históricos de las oficinas de correo de Royal Mail alrededor del Puerto Lockroy, mientras que los ejemplares adultos inspeccionan nuestras bolsas impermeables y se defienden de las oportunistas aves quiónido.

    Continuamos nuestro camino hacia la bahía de la isla Pléneau, lugar en el que avistamos icebergs que parecen resplandecer desde el interior y luego hacia la isla Trinidad, donde andamos sigilosamente a través de un parque de esculturas voluptuosas de hielo y focas aterciopeladas. Después, en la isla Petermann, descubrimos que la nieve Antártica no es siempre blanca. A medida que se recalienta el clima, las algas fertilizadas por el excremento de los pingüinos pueden hacer que la nieve se torne de color verde oliva o rosada.

    El puerto Neko y su vecina cercana, la muy adecuadamente llamada bahía Paraíso, nos ofrecen otra excitante novedad: la oportunidad de pisar el suelo antártico, considerando la vertiginosa noción de que si continuáramos otros 25 grados hacia el sur, escalando unos 2700 metros, llegaríamos al Polo Norte.

    Travesía a la Antártida: tras la estela de un gran explorador

    Dado que las condiciones del clima, tanto de la Antártida como del mar, pueden ser desafiantes, los arribos (ya sea en las islas o en tierra firme) nunca están garantizados. Asimismo, el reglamento de IAATO establece que puede visitar los sitios de desembarque solo un buque a la vez y no se permiten a más de 100 personas a la vez en la costa bajo ningún concepto, lo que además de disminuir la perturbación del ambiente, acrecienta el sentimiento de aventura. Cada vez que desembarcamos, se siente como si ese lugar nos perteneciera y fuéramos los primeros en llegar allí.

    Los marineros han estado desembarcando en las costas del Océano Austral desde que James Cook cruzó el círculo polar Antártico por primera vez en 1773. No obstante, pasaron varias décadas en las que solo desembarcaron en las islas y recién a principios de 1821 los aventureros pisaron tierra firme por primera vez.

    Concentrados en la caza de focas a cambio de dinero, más que en hacer historia, estos pioneros permanecieron bastante callados sobre sus movimientos, por lo que las ubicaciones de los mejores lugares para desembarcar eran secreto comercial. Pero la curiosidad creció y en tan solo 100 años algunos de los exploradores más reconocidos mundialmente habían dejado su marca en el continente. Hacia finales del siglo XX, se completó el cambio de la explotación despiadada de los recursos naturales de la Antártida para la ciencia, hacia la conservación y el ecoturismo.

    A medida que rodeamos la punta de la península, el clima se altera forzando al capitán a cambiar de curso. “Ahora es cuando las cosas se ponen interesantes”, comenta el ayudante del líder de la expedición Christophe Gouraud. Nos turnamos para amontonamos en el puente de mando y observar en silencio como los oficiales navegan una ruta complicada a través de icebergs gigantes y sus bordes repletos de grietas.

    Adentrándonos en lugares a los cuales los buques de expedición raramente visitan, exploramos el Estrecho Antártico y navegamos por el mar de Weddell. Pasamos dos horas navegando por el inmenso A-68A, un solitario iceberg tabular que, hasta hace poco, parecía ir dirigido hacia Georgia del Sur amenazando seriamente al delicado ecosistema de la isla.

    En la isla Elefante (llamada así por estos animales marinos que alguna vez estuvieron tumbados en sus costas rocosas), los pingüinos barbijo tienen cuidado de no salpicarse. En esta porción de la playa fue donde la Expedición Imperial Transantártica, bajo el comando de Ernest Shackleton, estuvo encallada por diez días en 1916. Le tomó otros dieciséis duros días navegar desde aquí hasta Georgia del Sur para buscar ayuda, un cruce que ahora podemos realizar en tan solo dos días.

    “Todos anhelan llegar a Georgia del Sur, incluso los tripulantes de sala de máquinas a quienes prácticamente nunca ven”, comenta el ornitólogo explorador Ab Steenvoorden, quien observa el cielo en busca de aves albatros a medida que nos vamos acercando. “Se guardan sus horas libres para poder realizar sus viajes a bordo de los Zodiac aquí. Es una isla increíble y la única manera que hay de llegar es por mar”.

    Al desembarcar en el Acantilado Peggotty donde Shackelton, ya exhausto, comenzó su cruce histórico de la isla, me divierte descubrir que los animales salvajes de Georgia del Sur son aún más intrépidos que los de Antártida. Los jóvenes lobos marinos, que son extremadamente curiosos y suelen mordisquear, corren con torpeza hacia nosotros. Alzamos nuestros brazos para aparentar ser más grandes, haciéndolos frenar y luego hallamos nuestro camino a través de pasto y matas de hierba hacia una caleta distante, que es gobernada por un verdadero gigante: un elefante marino tan largo como un contenedor.

    La mañana del arribo a la bahía San Andrés, me despierto temprano y salgo a la cubierta con mis binoculares en mano, cuando advierto que los ríos de manchas en la costa se desplazan. Son pingüinos rey, alrededor de unos 300.000 ejemplares adultos, más sus polluelos. En tan solo una hora o dos, estaré parada entre estas aves majestuosas mientras se acicalan, se posicionan y graznan. Otro de los viajeros dice con toda la razón: “Este es uno de esos lugares que realmente tienes que experimentar en carne propia, con tus propios ojos, orejas, nariz, corazón y alma”.

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