Estas parteras tradicionales combinan la herencia maya con la medicina occidental para salvar vidas

Las “comadronas” de Guatemala y el sur de México luchan sin descanso contra la mortalidad materna e infantil en las áreas rurales y de difícil acceso.

Por Megan Janetsky
Publicado 4 abr 2022, 12:01 GMT-3, Actualizado 8 abr 2022, 09:16 GMT-3
Guatemala Childbirth

Clementa Eluvia Monterroso Romero viste a su nieto recién nacido mientras su nieta de cuatro años la observa, a la izquierda, en la habitación en la que asistió a su hija durante el parto. Monterroso Romero y su hija forman parte de un grupo de parteras tradicionales en la comunidad de La Victoria, cerca de Concepción Chiquirichapa, Guatemala. 

Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

NUEVO SAN ANTONIO, GUATEMALA. En una habitación verde poco iluminada en las tierras altas occidentales de Guatemala, una partera de 66 años canta las palabras como en una oración, mezclando el español con el quiché (el idioma más extendido de la familia de lenguas mayas), mientras acuna a la mujer que da a luz en el suelo frente a ella.

“Respira. Respira, mija”, dice Epifanía Elías. “Tienes que respirar. Sé fuerte”.

Su paciente, Leidy Chávez, de 25 años, se retuerce del dolor, aferrada a la gruesa manta de lana que ha tendido en el suelo de su casa. Ninguno de los miembros de la familia de Chávez está presente, pero Elías y su cuñada le brindan algo de consuelo acariciando suavemente su cabello.

En este pueblito de montaña donde se cultiva maíz, el acceso al agua corriente es escaso y los servicios básicos de salud son limitados. Por eso, los embarazos tienden a ser de alto riesgo, según reportan las autoridades de la región.

Las parteras tradicionales indígenas como Elías, llamadas muchas veces comadronas o matronas (dependiendo de la región) están en primera línea en la batalla para reducir la muerte materna e infantil, no solo en Guatemala sino también en otras partes de América Central y el sur de México.

La partera Epifanía Elías Gonzales examina a Delfina Vicente López en su casa, ubicada en una colina remota no lejos de San Carlos Sija, Guatemala. Durante sus 30 años de carrera, Elías ha ayudado a cientos de mujeres en su región, donde se habla predominantemente la lengua quiché, incluso aconsejando a las mujeres para que vayan a los hospitales del área cuando surjan riesgos en el embarazo.

Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

“Son las mujeres las que mejoran el acceso a la atención médica, porque son ellas las que muchas veces no pueden ir a los centros de salud para dar a luz”, dice Edgar Kestler, director del Centro de Investigación Epidemiológica en Salud Sexual y Reproductiva de Guatemala.

Guatemala tiene la tasa de mortalidad materna más alta de América Latina, según un informe de 2017 del Banco Mundial (los datos más recientes disponibles). En este país, por cada 100.000 nacimientos, mueren 115 madres en el parto, en comparación con el promedio regional, que es 87. Las tasas de mortalidad infantil son todavía más altas, ya que dos de cada 100 niños mueren al nacer.

“Estas cifras alarmantes pueden atribuirse a los niveles extremadamente bajos de atención prenatal y de parto formal, especialmente en las zonas rurales”, señala el informe del Banco Mundial. “Casi tres cuartas partes de las muertes maternas se producen entre mujeres de ascendencia indígena”.

La lucha por salvar a las madres y a los recién nacidos no suele darse en hospitales con equipos médicos adecuadamente provistos de personal y bien equipados. Por el contrario, acostumbra suceder en habitaciones despojadas como ésta, en donde Chávez está dando a luz, a horas de distancia de cualquier hospital.

A medida que el sol se pone detrás de las montañas distantes, la habitación se vuelve más silenciosa, excepto por Elías que susurra suavemente a la madre que da a luz: “ya está llegando”, aquí viene. Segundos después, una erupción de llantos proviene del recién nacido, al que envuelven en una manta de color azul marino.

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    Izquierda: Arriba:

    Las parteras Gloria Cabrera Lorenzo, izquierda, y Emelda López Sánchez asisten a Mayra Tamares Gómez Romero, de 17 años, durante su parto en un centro administrado por la Asociación de Comadronas del Área Mam (ACAM), mientras su esposo y su madre la acompañan.

    Derecha: Abajo:

    En la pequeña comunidad de La Victoria, Guatemala, Lorenzo, de pie en primer plano a la derecha, y López Sánchez, de pie a la izquierda, explican cómo usar un nuevo kit proporcionado recientemente por la ACAM. El evento fue parte de una colaboración continua por el reconocimiento de los riesgos y signos de emergencia durante el embarazo, el parto y el posparto.

    FOTOGRAFÍAS DE Janet Jarman, National Geographic

    Con la madre y la hija ahora fuera de peligro, Elías enseguida desvía su atención hacia otras pacientes. A veces camina horas para llegar hasta ellas, con su simple bolsa médica roja de tejido maya colgada al hombro.

    El trabajo que hacen las parteras tradicionales se ha vuelto aún más esencial durante la pandemia de la COVID-19. Los hospitales han estado luchando para mantenerse a flote y las organizaciones de comadronas afirman que sus pacientes han sido rechazadas por los centros de salud. Mujeres como Elías llenan esas grietas.

    “Estamos haciendo lo que el sistema de salud no hace”, dice. “Trabajamos más que los médicos y somos las que ayudamos a las mujeres. Medianoche, una, dos de la mañana, a cualquier hora. Cuando llaman... tienes que ir”.

    Un niño monta su bicicleta en un área remota a las afueras de Tuilcanabaj, Guatemala, donde un equipo de la ACAM establece regularmente una clínica de salud móvil para los residentes.

    Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

    La evolución de las comadronas

    Aquí, en los restos de lo que alguna vez fueron los territorios donde se desarrolló la civilización maya, una región que abarca desde el sur de México hasta el norte de América Central, las mujeres indígenas han mantenido viva la tradición local durante siglos.

    Las comadronas han estado siempre entre los primeros proveedores de atención médica en la larga historia de la región.

    Se cree que esta práctica es un talento otorgado a las mujeres, a menudo transmitido de generación en generación. De madre a hija, de hija a nieta.

    Cuando era joven, Elías observaba a su madre cuidar a las mujeres embarazadas, yendo de casa en casa para hacer los chequeos prenatales, trabajando con hierbas medicinales, ayudando a dar luz a bebés y haciendo baños de vapor tradicionales llamados "temascales" después de los nacimientos.

    La propia Elías no comenzó con esta profesión hasta que dio a luz a su propio bebé, sola, en el suelo de su cocina. Su madre estaba tratando a otro paciente cuando Elías, entonces de 35 años, entró en parto.

    “Sentí que el bebé estaba a punto de nacer, así que desperté a mi esposo y le dije: 'Levántate, viene el bebé'. Me dijo 'no, no, no. No quiero hacerlo. ¡Ay, tengo miedo!'”, recuerda.

    “Pero yo no sentí miedo. Me sentí fuerte”.

    Se convirtió en una de las (al menos) 22.000 parteras tradicionales que trabajan en Guatemala y 15.000 en México, según las cifras del gobierno de ese país. Solo en Guatemala, las comadronas ayudan a dar a luz en la mitad de los nacimientos del país.

    Delfina Vicente López se encuentra en el centro de una ceremonia privada dirigida por un sacerdote dentro de su casa en Aldea Nuevo San Antonio, Guatemala. El clérigo pasó de las oraciones católicas tradicionales a un ritual similar al trance destinado a liberar al hogar de la energía negativa y prepararlo para el nacimiento inminente.

    Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

    Después de más de tres décadas, Elías, quien realiza caminatas diarias para ver a las pacientes, se ha convertido en la comadrona más activa y confiable de su región.

    “Esas mujeres (pacientes) quedan bajo el cuidado de las comadronas, que van a sus hogares y acortan las enormes distancias entre estas comunidades (y la atención médica moderna)”, dice Kestler.

    La partera Epifanía Elías Gonzales ha ganado mucha experiencia a lo largo de su carrera y es muy consciente de las señales de alarma por las que las madres que dan a luz tienen que ir al hospital para el parto.

    Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

    La mortalidad materna e infantil son crisis prevenibles definidas por las desigualdades mundiales en materia de salud.

    Los proveedores de salud de todo el mundo han podido reducir las tasas de mortalidad de mujeres y bebés en las últimas dos décadas, especialmente en las naciones de mayores ingresos, afirma Aboubacar Kampo, director del programa de salud del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF, por sus siglas en inglés). Las parteras, dice Kampo, son cruciales en ese progreso.

    “Hemos reducido a la mitad el número global de muertes (maternas e infantiles) y eso es definitivamente un éxito”, confirma. “No me parece que la comunidad global haya perdido el tiempo”.

    Sin embargo, el peligro sigue siendo alto en algunas partes de América Latina, el África subsahariana y el sudeste asiático.

    El daño de la COVID-19

    En la región maya en general, las mujeres indígenas y campesinas son más vulnerables a los embarazos de alto riesgo. En Guatemala, tienen el doble de probabilidades de morir durante el parto que el promedio mundial, según muestran los datos de las Naciones Unidas. Esas mujeres también están librando una serie de batallas cuesta arriba, inclusive contra la creciente crisis alimentaria.

    En este pueblo agrícola de Nuevo San Antonio, lo más cercano que tienen los residentes a un centro de salud es un pequeño edificio con perpetua carencia de personal y equipamiento médico roto, donde lo primero que preguntan las enfermeras es: “¿Está desnutrido su hijo?”

    Juana Girón Santis se esfuerza a través de sus dolores de parto junto a su madre, Lucía Santis Méndez, mientras que la partera tradicional y miembro del Movimiento de Parteras de Chiapas Nich Ixim, Lucía Girón Pérez ayuda en su casa en Tzajalchen, una pequeña comunidad en Chiapas, México.

    Fotografía de Photograph b Janet Jarmin
    Izquierda: Arriba:

    Lucía Girón Pérez anota en su cuaderno, minutos después de ayudar a una paciente a dar a luz dentro de la sala de partos de su casa. Ella registra todos los nacimientos con las huellas de los bebés en su propio catálogo y en un documento oficial adicional del registro de nacimientos del grupo de defensa de parteras llamado Nich Ixim.

    Derecha: Abajo:

    En esta región de Chiapas, muchas de las madres y bebés que Girón trata sufren desnutrición, afirma. Este bebé pesaba solo dos kilos al nacer. Girón perdió a su primer hijo durante el parto y la tragedia la inspiró a convertirse en partera para ayudar a las mujeres de su comunidad a evitar la misma tragedia.

    FOTOGRAFÍAS DE Janet Jarman, National Geographic

    A medida que la pandemia del COVID-19 se extendió por toda la región, las mujeres indígenas comenzaron a temer aún más por la falta de seguridad hospitalaria. Como resultado, la carga de trabajo de Girón se disparó de atender a 346 nacimientos en 2020, a 403 en 2021 y más de 90 en lo que va del año.

    Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

    La falta de presencia estatal en tales zonas ha provocado acusaciones por parte de expertos, médicos, mujeres y parteras tradicionales, que dicen que los gobiernos regionales han abandonado a las mujeres en las áreas rurales.

    Si bien el Ministerio de Salud de Guatemala se negó a comentar sobre las críticas, Ana Luz de León Barrios, del Programa Nacional de Salud Reproductiva del país, atribuyó la falta de servicios de salud a la logística.

    “Somos un país que tiene muchos problemas con su infraestructura, con comunidades muy alejadas, lo que impide que los servicios de salud lleguen a mucha gente”, dice León Barrios.

    Christian Ixmay Pérez lleva a la partera tradicional Epifania Elías Gonzales a su casa en Aldea Nuevo San Antonio, Guatemala, para que pueda atender a su madre que había entrado en trabajo de parto más temprano ese día.

    Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

    Sin atención médica avanzada o sin recursos para pagar una clínica privada, las mujeres recurren a las parteras tradicionales. Pero las comadronas como Elías suelen recibir poco más de 400 quetzales (52 dólares) por varias semanas de trabajo, que incluyen la atención prenatal durante el parto.

    Debido a esto, las parteras tradicionales también a menudo carecen de recursos básicos, como estetoscopios, oxímetros y máquinas de ultrasonido, herramientas esenciales para detectar complicaciones de manera temprana.

    El acceso a la atención médica ha disminuido en los últimos dos años, mientras que paralelamente ha crecido el temor de las mujeres campesinas e indígenas al maltrato que puedan sufrir en el hospital o incluso a la exposición al coronavirus. Para muchas parteras tradicionales el trabajo se ha más que duplicado.

    “Las mujeres no quieren ir al hospital, aunque el embarazo se complique, porque pueden infectarse [con COVID], por lo que piensan que es mejor parir en casa”, añade Elías. “Dicen: 'Si muero, voy a morir aquí, no en el hospital'”.

    Esa fue la elección que hizo Chávez, la paciente de Elías, quien sonreía mientras abrazaba a su hija recién nacida, envuelta en un montón de mantas.

    Izquierda: Arriba:

    Clementa Eluvia Monterroso Romero escucha a su nieta mientras prepara tamales con su familia en La Victoria, Guatemala. Ella y su hermana son parteras.

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    Monterrosa Romero, de 70 años, escucha una explicación sobre cómo usar el oxímetro, incluido en los nuevos kits que la ACAM le ha proporcionado a ella y a sus colegas. El evento fue parte de una colaboración continua diseñada para compartir conocimientos sobre los riesgos y emergencias a tener en cuenta durante el embarazo.

    FOTOGRAFÍAS DE Janet Jarman, National Geographic

    Este embarazo había estado marcado por dificultades. Con la economía de la región aún devastada por la COVID-19, Chávez ha tenido dificultades por poner comida en la mesa y no podía permitirse comprar píldoras prenatales antes del nacimiento.

    Logró pagar una ecografía en una clínica privada a unos 30 minutos de distancia, pero le costó dos días de trabajo en los campos de maíz.

    Para llegar a fin de mes, su esposo emigró a los Estados Unidos para trabajar, dejándola sola, solo un año después de que un embarazo anterior terminara en aborto espontáneo. Le preocupaba que sucediera lo mismo con su reciente embarazo.

    Elías Gonzales, a la izquierda, visita a una de sus pacientes, Delfina Vicente López, en su casa en Aldea Nuevo San Antonio, Guatemala, días antes de su fecha de parto.

    Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

    “Tenía miedo de perder a mi bebé”, dijo. “Pero gracias a Dios, todo salió bien”.

    Si bien los proveedores de asistencia como UNICEF sostienen que todavía es difícil determinar exactamente cuánto progreso en la mortalidad infantil y materna se ha perdido durante la pandemia en Guatemala y en otros lugares, Kampo dice que el retroceso se sentirá durante décadas.

    Hemos perdido (progreso). Ahora, ¿son 10 años o 20 años? Es difícil de decir porque no hemos visto las consecuencias completas de la COVID-19”, reflexiona Kampo. “Pero nos llevará mucho tiempo recuperarnos, especialmente en los países más pobres”.

    Un abismo cultural

    El temor a un posible aumento en las tasas de mortalidad infantil, junto con la tendencia por parte de las pacientes a buscar atención médica sólo como último recurso, trajo a la superficie las viejas tensiones entre los funcionarios de salud y las parteras tradicionales.

    Las hermanas Josefa Monterroso Romero, centro, y Clementa Eluvia Monterroso Romero, esperan dentro del centro de salud de La Victoria, donde fueron llamadas para mostrar sus documentos, incluyendo los comprobantes de vacunación contra la COVID-19 y sus tarjetas de identificación. Las dos parteras asisten a reuniones mensuales en la clínica.

    Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

    Tanto los trabajadores de la salud como las parteras tradicionales tienen el mismo objetivo, la reducción de las muertes maternas e infantiles, pero se encuentran en los extremos opuestos de un abismo que ha dividido a la región durante décadas.

    Las parteras acusan al personal médico de discriminarlas, maltratar a sus pacientes e impedirles ingresar a las instalaciones médicas. Mientras tanto, los funcionarios de salud se apresuran a señalar el importante papel que desempeñan las comadronas en toda la región, pero algunos también culpan a las parteras tradicionales por las muertes maternas. Las acusan de llevar a las madres embarazadas a los hospitales cuando ya es demasiado tarde.

    “Te sientes frustrado, porque sabes que podrías haber hecho más pero, al final, simplemente no fue posible”, lamenta sobre sus pacientes fallecidas, Álvaro Recinos, funcionario en un hospital de Quetzaltenango, la segunda ciudad más grande de Guatemala.

    Algunas autoridades del sistema de salud también afirman que muchas parteras tradicionales no están calificadas para ejercer la profesión y acusan a algunas de darles a las pacientes medicamentos no autorizados.

    Si bien no hay evidencia sólida que respalde estas afirmaciones, los médicos dicen que es frecuente ver a las pacientes llegar al hospital en estado grave con síntomas de oxitocina, la droga utilizada para inducir el parto.

    Atención hospitalaria frenética

    En el hospital de Quetzaltenango y junto a un grupo de médicos y enfermeras, Recinos se apresura a llevar a una joven que está en trabajo de parto. Este hospital es la única fuente de atención de alto nivel en el oeste de Guatemala y las mujeres a veces viajan medio día para llegar hasta allí.

    Mientras aumenta la carga de trabajo para parteras tradicionales como Elías, el número de mujeres embarazadas que los médicos tratan ha disminuido. Pero cuando las mujeres llegan al hospital para dar a luz, a menudo vienen al borde de la muerte, lamenta Recinos.

    Izquierda: Arriba:

    El ginecólogo Diego Vicente (con sombrero blanco) y sus colegas terminan de realizar una cesárea de emergencia a Doyli Aylin Hernández en un hospital de Quetzaltenango, Guatemala.

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    Personal médico extrae al bebé de Doyli Aylin Hernández durante una cesárea de emergencia. El hospital en Quetzaltenango es uno de los tres más grandes de Guatemala y uno de los pocos equipados para manejar partos complicados de alto riesgo y emergencias obstétricas.

    FOTOGRAFÍAS DE Janet Jarman, National Geographic

    En este día, el personal del hospital está atendiendo frenéticamente a una paciente con una afección cardíaca que no tenía diagnóstico, porque no tenía un centro de salud en su comunidad rural. Ahora, está dando a luz durante un paro cardíaco.

    Las enfermeras alinean toallas y tijeras, preparándose para la cirugía de cesárea como si fueran a la guerra. Recinos, con una gorra de cirugía con la imagen del gato Garfield y una máscara N95 cubriéndole el rostro, se pone un par de guantes.

    Recinos le dice a la mujer (semiconsciente, asustada y sola) que va “a sentir un poco de frío”, mientras un grupo de médicos la opera. Después de dos horas en una sala de cirugía tensa, el estrés se desvanece lentamente a medida que los signos vitales de la paciente se estabilizan con el constante “bip, bip, bip” del monitor cardíaco.

    “Si hubiera decidido dar a luz con una comadrona, habría muerto”, sentencia Recinos.

    Sin embargo, son esas mismas parteras tradicionales las que muchas veces convencen a las mujeres en situaciones de alto riesgo a buscar atención médica en hospitales.

    En las altas colinas que se elevan por detrás del hospital de Quetzaltenango, Emelda López Sánchez se encuentra en una habitación individual de una casa de adobe en el corazón de Concepción Chiquirichapa, un pequeño pueblo de 17.000 habitantes, surcado por caminos de tierra y rodeado de plantaciones de papa.

    La comadrona, de 40 años, envuelve cuidadosamente un monitor de presión arterial alrededor de uno de los brazos de la mujer mientras una docena de parteras vigilan atentamente. Miran mientras López Sánchez explica en su lengua materna, Mam, cómo tomar una lectura de la presión arterial.

    La partera tradicional Lucía Girón Pérez, a la izquierda, saluda a su vecina, Elena Gión Guzmán, mientras camina de regreso a su casa después de ver a una mujer embarazada bajo su cuidado en Tzajalchen, una pequeña comunidad en el municipio de Tenejapa, Chiapas, México. Ambas mujeres llevan plantas medicinales que se utilizan en la región.

    Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

    Ella lidera la Asociación de Comadronas del Área Mam (ACAM), una agrupación de 71 parteras tradicionales de los alrededores del pequeño pueblo de Concepción Chiquirichapa. El colectivo es solo uno de los cientos de grupos de base en toda la región que trabajan para capacitar a comadronas radicadas en comunidades lejanas.

    Las comadronas en la región maya llevan décadas librando una batalla para ser reconocidas por sus gobiernos y cerrar la brecha con el sistema de salud pública.

    Los gobiernos de Guatemala y México han lanzado programas para ayudar a capacitar a las parteras tradicionales y proporcionarles algunos recursos. Pero los críticos dicen que esos esfuerzos han fracasado.

    “Las parteras tradicionales aquí son increíblemente importantes y  lo continuarán siendo durante los próximos 50 años. Pero no porque haya una política de salud que reconozca eso”, dice Kestler. “Más bien, es exactamente lo contrario. El sistema de salud está tan fragmentado, con un enfoque muy chico en la atención primaria, y ahí es donde las comadronas adquieren su importancia”.

    La ACAM viaja en autobús a comunidades remotas para proporcionar kits prenatales y de ultrasonido. La organización también construyó una clínica de parto, con un grupo de parteras tradicionales capacitadas médicamente y un médico que asiste en los casos más complejos.

    Clementa Eluvia Monterroso Romero baña a su nieto recién nacido, Breiner Eduardo Vicente Vásquez, dentro de un baño de vapor de temazcal en su patio trasero, una tradición que también se hace con la nueva madre para ayudarla a relajarse después de un parto extenuante.

    Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

    “Pese a que el gobierno no nos reconoce, al menos estamos haciendo algo importante para nuestra comunidad”, afirmó. “Hemos combinado la medicina tradicional con la medicina occidental y eso ha ayudado mucho”.

    En México, estos movimientos han estado ganando impulso, convirtiéndose en una voz que presiona para ser reconocida internacionalmente.

    En el sur del estado mexicano de Chiapas, se creó en 2014 el movimiento de base Nich Ixim con el objetivo de presionar a las autoridades para que reconozcan el trabajo de las parteras tradicionales.

    “Aprendimos que es mucho mejor estar unidas que estar solas”, reflexiona Ofelia Pérez, líder del movimiento.

    Para Pérez y López Sánchez, el trabajo también sirve para otro propósito: transmitir una tradición en peligro.

    La ACAM se fundó hace 17 años para formar a una nueva generación, las hijas de las comadronas actuales. Pero hoy en día, las líderes dicen que las mujeres más jóvenes se han alejado de estas prácticas, causando escasez en un momento en que Kampo, de UNICEF, destaca la necesidad de más parteras tradicionales.

    Es una amenaza existencial, no sólo para las parteras, sino para las mismas mujeres a las que sirven, advierte López Sánchez.

    De extinguirse las comadronas, la consecuencia sería la muerte de muchas mujeres”, añade. “Y los hospitales podrían colapsar por el aumento de pacientes”.

    A lo largo de los años, las parteras de la ACAM han atendido a mujeres en las zonas predominantemente indígenas proporcionándoles servicios seguros de salud materna con un enfoque respetuoso con la cultura local. Aquí, las parteras y hermanas Clementa Eluvia Monterroso Romero, de 69 años, a la izquierda, y Josefa Monterroso Romero, de 70, caminan por la calle de la pequeña comunidad de La Victoria, Guatemala.

    Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

    Sin embargo, durante la pandemia, su pequeño edificio ganó mucha importancia en la pequeña comunidad, alimentando la esperanza de que su trabajo no se extinga.

    Se trata de preservar la cultura, manteniendo viva esta tradición”, afirma, envolviendo su mano alrededor de la tela de su falda maya de colores verde oscuro y azul, mientras su equipo conduce por una carretera accidentada, regresando de un entrenamiento. “Tenemos que seguir transmitiéndola a las próximas generaciones”.

    María Elena Pérez Jiménez sostiene a su hijo de un día de edad, después haberlo parido en su casa con la ayuda de Guadalupe Guzmán Cruz, su suegra y partera.

    Fotografía de Janet Jarman, National Geographic

    Megan Janetsky es una periodista radicada en Colombia que cubre derechos humanos, migración, cuestiones de género y política en toda América Latina.

    Janet Jarman es una fotógrafa y cineasta documentalista radicada en la Ciudad de México. Síguela en Instagram.

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