Brasil: enfermera indígena asiste a 700 familias en la lucha contra la pandemia de coronavirus

En las afueras de Manaos, una comunidad indígena padece con la negligencia estatal mientras que la COVID-19 avanza hacia las familias. El cacique del pueblo fue la primera víctima fatal.

Por Flávia Milhorance
Publicado 5 jun 2020, 12:54 GMT-3
Vanda Ortega asiste a Carolina Miguel, una indígena Baniwa de 85 años. La paciente tenía síntomas graves ...

Vanda Ortega asiste a Carolina Miguel, una indígena Baniwa de 85 años. La paciente tenía síntomas graves y fue llevada a una unidad de atención de emergencia en el automóvil de Ortega, una especie de ambulancia que sirve a la comunidad. La anciana se ha recuperado, pero aún pasa mucho tiempo en la hamaca, según su hija.

Fotografía de Ricardo Oliveira

La técnica de enfermería Vanda Ortega, de la tribu witoto, fue testigo de la agresividad con la que el nuevo coronavirus le quitó la vida al cacique de su comunidad indígena, el Parque das Tribos, en las afueras de Manaos.

Messias Moreira, de la etnia kokama, comenzó a experimentar los síntomas de COVID-19 a fines de abril. La fiebre era persistente y cada día se hizo más difícil respirar. Sin embargo, se negó a buscar atención en los hospitales en Manaos, a pesar de la insistencia de Ortega. Él temía enfrentar la agonía del casi el 100% de ocupación de las camas de la UCI en la capital de Amazonas. Además, creía que la medicina indígena lo salvaría. De hecho, hubo días en que Messias amanecía con el poder del sol amazónico, pero el soplo de esperanza era sofocado por la sensación de un yunque bloqueando sus vías respiratorias.

En uno de estos días, el esfuerzo del cacique por buscar el aire era tan grande que su hija llamó a una ambulancia sin su permiso. Finalmente fue hospitalizado, pero sus pulmones ya estaban comprometidos. Murió en la UCI el 14 de mayo, a los 53 años. Su hijo Miqueias, de 33 años, pasó a ocupar su cargo.

"Estamos asustados, aún no podemos creerlo", lamentó Vanda Ortega a National Geographic Brasil tres días después de su muerte. Aunque ha sido la única muerte por el nuevo coronavirus en la aldea hasta el momento, el grupo sufrió un duro golpe con la pérdida de su líder. "Nos angustia mucho nuestro futuro", dijo Ortega por teléfono.

Desde marzo, Ortega, de 33 años, ha monitoreado voluntariamente a unas 50 personas con síntomas de COVID-19 en el Parque das Tribos, un área que alberga a 700 familias de 35 grupos étnicos distintos en las orillas del río Tarumã-Açu. Debido a la relativa proximidad al centro urbano, esta fue una de las primeras comunidades indígenas afectadas por el brote del virus en Manaos.

El colapso del sistema sanitario en el municipio, las fosas comunes para hacer frente a la explosión de entierros y la escasez de ataúdes conforman algunas de las escenas más duras del impacto de la COVID-19 en Brasil hasta la fecha. El alcalde Arthur Virgílio no ocultó su desesperación por enfrentar la pandemia e incluso lloró durante una entrevista. Por teléfono, Virgílio dice a National Geographic Brasil que su mayor preocupación ahora es la expansión de la enfermedad a las zonas periféricas de la ciudad y al interior del estado, donde se ubican las poblaciones indígenas.

"Es muy preocupante", declara el alcalde sobre la situación de los pueblos indígenas. "Esas personas están a merced del coronavirus. He pedido la mayor ayuda posible de organizaciones no gubernamentales y del gobierno estatal en la lucha por esas poblaciones".

En Amazonas, el virus se desplaza desde Manaos siguiendo el curso de los ríos Solimões, hacia el suroeste, y Negro, hacia el norte. Representa la región brasileña con la mayor proporción de casos y muertes entre indígenas: más del 50% del total. En el país, las cifras oficiales suman 42 indígenas muertos y otros 903 confirmados con la COVID-19. Pero Sônia Guajajara, directora ejecutiva de la Articulación de los Pueblos Indígenas de Brasil (Apib), asegura que el número es mayor. Según el conteo del órgano, había al menos 143 muertes y 1.256 contaminaciones hasta el 26 de mayo.

"Hubo una negación por parte de Sesai [Secretaría Especial para la Salud Indígena] al no informar los casos, pues quería ocultar esta realidad", critica Guajajara, y agrega que la secretaría no incluye en las notificaciones los indígenas del ámbito urbano, solo los que viven en aldeas.

‘Todo aquí es una gran dificultad’

Los pueblos indígenas son más vulnerables al coronavirus que otros grupos, un escenario que ha afligido a expertos, como la médica especialista en salud pública Ana Lúcia Pontes, investigadora de la Escuela Nacional de Salud Pública (Ensp/Fiocruz). "Esa vulnerabilidad en el caso de COVID-19 no se debe a la inmunidad, porque todos somos susceptibles, sino que resulta de las condiciones de vida y salud y el acceso a los servicios, que es muy limitado para las poblaciones indígenas", explica Ana, que hoy se dedica a enfrentar el virus en áreas indígenas. "En comparación con la población blanca e incluso negra, los indígenas tienen un resultado más desfavorable que cualquier otro grupo brasileño".

Vanda Ortega dejó su comunidad indígena en Amaturá, Amazonas, a la edad de 16 años para trabajar como empleada doméstica en Manaus, a 900 km de distancia. Logró graduarse en técnica de enfermería y actualmente estudia pedagogía en la Universidad Estatal de Amazonas.

Fotografía de Ricardo Oliveira

En el Parque das Tribos, la mayoría de las casas son de mampostería y las cuatro calles principales están pavimentadas. Pero la infraestructura es precaria y plantea un desafío mayor en la lucha contra la enfermedad. No hay agua corriente, el suministro se hace por camiones cisterna o tanques de agua. La electricidad es intermitente y el saneamiento, improvisado. El centro de salud más cercano está a 30 minutos, mientras que los hospitales están a más de una hora. Y el único autobús pasa, con suerte, cada tres horas.

"Todo aquí es una gran dificultad, mucha lucha, estamos abandonados", dice Vanda Ortega desde el patio de la casa donde vive con su esposo, Sidnei dos Santos, un soldador del estado de Rio Grande do Sul que se trasladó a Amazonas por el trabajo. Después de conocerla hace ocho años, arraigó en el estado. En la comunidad, el 80% son indígenas, y los demás son de historias como la de la pareja.

Ortega es empleada del centro quirúrgico de la Fundación Alfredo da Matta, un hospital de referencia en el tratamiento del cáncer de piel y enfermedad de Hansen en Manaos. Con el avance de la pandemia, se suspendieron las cirugías y los equipos trabajan con una carga horaria reducida. Así que tiene tiempo para asistir a sus vecinos.

La técnica de enfermería despierta todos los días a las 6 de la mañana. Se pone una capa de manga larga, gorro, guantes y una máscara con la frase Vidas indígenas importan. A veces se pone el penacho de plumas azules de guacamayo. Camina por el territorio de 1,4 km² –un área similar a Aterro do Flamengo, en Río de Janeiro– visitando a los que presentan síntomas de COVID-19. En un día, visita a cinco, como máximo seis personas. Las casas están distantes entre sí y ella se tarda en cada visita. Cuando llega a una casa, frota alcohol en gel por todas partes, escucha al paciente y a su familia. "Lloramos juntos, especialmente cuando les llevo algo de comer", dice. Las demandas suelen ser más de alimentos que de servicios de salud. Con el aislamiento social, muchos perdieron sus ingresos y se instaló el hambre.

Al darse cuenta de esto, Ortega comenzó una campaña de donaciones. Los sábados y domingos, ella y otras voluntarias organizan y distribuyen canastas de alimentos y productos de limpieza. No ha descansado desde marzo, cuando surgieron los primeros casos en la comunidad.

‘Por un momento, pensé que la perdería’

Una de sus pacientes en estado crítico fue Carolina Miguel, de 85 años, de la etnia baniwa. Pasó días con dolor para inspirar, tos fuerte, fiebre persistente, presión arterial alta y debilidad en todos los músculos del cuerpo. "Mi madre se puso muy mal", dice la hija Gabriela Miguel, de 38 años. "Incluso llegó a tener un principio de derrame cerebral, por un momento, pensé que la perdería". Al igual que el cacique, la familia tenía miedo de llevarla al servicio de salud pública. "El indígena va al médico y comienza a temblar, inmediatamente piensa que va a morir", dice Gabriela. "Antes la fila [para atención médica] ya era enorme, imagínate ahora con esa enfermedad. Estamos traumados".

Pero Ortega fue incisiva y contactó al servicio de Samu [atención médica de urgencia en ambulancia] para recoger a la mujer. "Cuando me identifiqué como una persona indígena, la teleoperadora dijo que no podía liberar la ambulancia", cuenta. Las comunidades indígenas urbanas a veces quedan en el limbo. Sesai, vinculada al Ministerio de Salud, explicó en una nota que cuida de los pueblos indígenas que habitan las aldeas. Quienes viven en las ciudades deben confiar en el sistema público de salud (SUS). "Sesai no nos atiende, tampoco el servicio local" lamenta.

Son viejas heridas que están más expuestas mediante la presión de la pandemia. "Ese problema ya existía y sigue creciendo", indica Ana Lúcia Pontes. "Los que trasladan a la ciudad quedan abandonados tanto por la política indigenista –no solo en salud, sino también en ayuda a la alimentación– como por SUS, que no se hace responsable". Para Sônia Guajajara, Sesai es "insuficiente e inadecuada", y el secretario (Robson Santos) "no tiene relación con el movimiento indígena".

Según Ortega, la teleoperadora de Samu le sugirió que buscara el servicio exclusivo del hospital de campaña. Las autoridades habían prometido asignar áreas de estas unidades a los pueblos indígenas en Amazonas. Solo el martes (26), se inauguró la primera ala del hospital, con 53 camas exclusivas, para el tratamiento de indígenas con COVID-19.

Pero frente a las negativas de los órganos, Ortega puso a la madre e hija en su propio coche y condujo hasta la unidad más cercana, la Unidad de Atención de Emergencia (UPA) Campos Sales, a unos seis kilómetros de distancia –pero cuyo camino lleno de baches aumenta el tiempo de viaje para media hora. "Yo estaba desesperada", dice la técnica de enfermería. El automóvil es uno de los pocos en la comunidad y ha servido para transportar a la mayoría de los pacientes críticos, además de buscar donaciones.

Carolina regresó de la UPA estabilizada y todavía se está recuperando. "Ahora, ella come, habla, pero todavía queda mucho tiempo acostada en una hamaca", dice la hija. La anciana fue una de las pocas en tener confirmación de COVID-19 en el Parque das Tribos, el 28 de abril. Los otros cinco miembros de la familia también tenían síntomas, menos severos, y no les realizaron tests. "[Creo que] Todos estábamos con esta enfermedad, nadie podía comer nada en casa", recuerda Gabriela.

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    Vanda Ortega asiste a Janio Erlani Nascimento Cabral en el Parque das Tribos, una comunidad en las afueras de Manaus que reúne a indígenas de 700 familias y 35 grupos étnicos.

    Fotografía de Ricardo Oliveira

    Después de semanas de dificultades, la familia empieza a volver a su rutina. Con las clases suspendidas, los dos niños, Jamis, de siete años, y Herlan, de 11, corren por la calle de barro delante de la casa de ladrillos expuestos y se bañan en el río turbio y el bosque nativo detrás de la comunidad. Gabriela y su hija mayor, Gabriele, de 16 años, cuidan de la anciana y de la casa. Las conversaciones allí saltan del portugués a los idiomas baniwa y nheengatu. Su esposo, Jânio Cabral, de 39 años, busca trabajos temporales escasos en la construcción y pesca en un arroyo cercano. Con suerte, acumula R$ 600 en el mes para mantener a la familia. En los últimos dos meses, el principal ingreso ha sido la ayuda de emergencia del gobierno federal y donaciones. La Bolsa Família [programa de asistencia social gubernamental de transferencia de ingresos] de los niños se usa para pagar los estudios de Gabriele en un curso privado de técnica de enfermería.

    Por esa razón la familia dejó São Gabriel da Cachoeira, a 860 kilómetros de distancia, hace casi dos años. "Quiero que mi hija tenga una vida mejor que la que tuvimos", dice Gabriela. Solo el esposo terminó la secundaria. La abuela, Carolina, nunca ingresó a la escuela. Sobrevivieron de los campos donde cultivaban plátanos, piñas, pimientos, caña de azúcar y yuca para producir harina y beiju [especie de pastel hecho con la masa de la yuca o tapioca]. El cacique del pueblo Messias les ofreció un hogar después de escuchar la historia de la familia. "Tener una tierra no es fácil para los indígenas, por lo que estamos muy agradecidos por lo que hizo por nosotros", dice Gabriela.

    ‘El indio tiene que caminar desnudo’

    El Parque das Tribos se inauguró en 2014 y, aún sujeto a litigios, sufrió amenazas de las milicias y la especulación inmobiliaria. Al comienzo de la ocupación, muchos no soportaron la falta de infraestructura y la violencia y se fueron. Hace cuatro años, en una de las operaciones más serias, 70 chozas fueron quemadas por agentes encargados de expulsar residentes, recuerda Vanda Ortega. Cortaron hamacas, lo que hizo que las personas mayores se cayeran al suelo, y lanzaron a los perros contra los niños. Dijeron que no había indígenas allí, "porque el indio tiene que caminar desnudo", recuerda Ortega. Entonces, las mujeres rasgaron su ropa y mostraron sus senos en protesta: "¿Quieren mujeres desnudas?", gritaron. El líder Messias Moreira fue arrestado durante unas horas después de defenderlos. "Nuestra área es muy notada y él era un escudo para la comunidad", cuenta Ortega.

    De los 818.000 indígenas en Brasil, el 35% vive en áreas urbanas. Pero cuando llegan a las ciudades, a menudo se les cuestiona acerca de su identidad. "No somos considerados indígenas en el espacio urbano", dice Ortega. Muchos emigraron de las aldeas a los centros urbanos en busca de una mejor salud y educación. Sônia Guajajara es una de las personas que defiende que el estudio universitario pueda romper un ciclo de 520 años de blancos como sus portavoces. Quieren hablar por sí mismos –como investigadores, docentes, técnicos. El número de indígenas en las universidades aumentó seis veces entre 2011 y 2018, llegando a 57.706, aunque sigue siendo el grupo con menos acceso a la educación superior, según datos de Inep.

    Vanda Ortega es un ejemplo: tenía 16 años cuando dejó su comunidad indígena en Amaturá para trabajar a 900 kilómetros de distancia, en Manaos, como empleada doméstica y niñera. Necesitaba aliviar los gastos de la familia de siete hijos. Las mujeres indígenas se incorporan al trabajo doméstico tan pronto como en el período colonial, especialmente en el cuidado de los hijos de los colonizadores portugueses. Hasta el día de hoy, abandonan las aldeas para trabajar en casas de clase media y alta en la capital de Amazonas.

    “La vulnerabilidad de los pueblos indígenas en el caso de covid-19 no es solo la inmunidad, sino el resultado de las condiciones de vida y salud y el acceso a los servicios.”

    Por: ANA LÚCIA PONTES
    MÉDICA SANITARIA Y DE INVESTIGACIÓN ENSP / FIOCRUZ

    Cuando llegó en 2002, ganaba R$ 100 al mes y vivía en la casa de los empleadores –enviaba la mayor parte de los ingresos a sus padres. Aquel año, el salario mínimo era de R$ 200. Era difícil, pero fue una oportunidad para estudiar. Su padre le enseñó a leer junto al río Solimões cuando tenía sólo cinco años y ella ingresó por primera vez en un salón de clases a los diez años. Por esta razón, llegó a la capital aun asistiendo al 4to grado, hoy equivalente al 5to año de la escuela primaria. Para administrar el trabajo y la escuela, se despertaba a las 3 de la mañana y dormía solo cuando los jefes la liberaban. No había tiempo para amigos. Sin embargo, el esfuerzo aseguró que se graduara como técnica de enfermería en 2012. Hoy también estudia pedagogía en la Universidad Estatal de Amazonas.

    El diploma aumenta la responsabilidad de Ortega. Es una de las líderes locales que llama a las instituciones públicas y hace campaña en las redes sociales para exigir el acceso a los servicios básicos. Esto es lo que hizo, por ejemplo, cuando el entonces Ministro de Salud, Nelson Teich, visitó Manaos el 4 de mayo. En su agenda, no constaba reuniones con organizaciones indígenas. Ortega se comunicó con activistas, pero el coronavirus redujo la movilización. Solo ella, una mujer de origen baré y otra munduruku se unieron. Usaron el achiote de sus jardines para pintar las caras y los carteles. Llevaban ropa tradicional y fueron al hospital Delphina Rinaldi, una de las unidades de referencia en el tratamiento de COVID-19 en Manaos. La delegación del ministro pasó directamente por ellas.

    Más tarde, las tres indígenas terminaron siendo recibidas, en la calle, por el secretario de Sesai, Robson Santos, que era parte de la delegación. En la ocasión, exigieron atención a los indígenas urbanos y criticaron el subregistro de la enfermedad en sus pueblos. No se generó ningún documento de la reunión improvisada.

    Pero la insistencia del pequeño acto ganó visibilidad, principalmente de la prensa local. Como resultado, una unidad básica de salud móvil del ayuntamiento municipal comenzó a operar en el Parque das Tribos la semana pasada. El próximo mes, dos médicos realizarán tests rápidos para COVID-19 y otros servicios básicos.

    El refuerzo debe aliviar el trabajo de la técnica de enfermería, pero no interrumpirlo. Ortega quiere seguir siendo testigo de victorias como la de Doña Carolina o ser un apoyo en las derrotas, como la de Messias, cuyo cuerpo fue liberado para ritual funerario después de una decisión judicial. El ataúd llegó al Parque das Tribos envuelto en plástico y permaneció en el centro de un cordón de aislamiento durante media hora.

    "No se lamenta la muerte de una persona indígena en Brasil", dice Ortega. Por lo tanto, ella y su gente deben luchar para tener el derecho de expresar el duelo por la muerte de su líder.

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