Estudian similitudes entre los efectos cognitivos de la COVID-19 y el Alzheimer ¿Las infecciones virales pueden ser causa de demencia?

Existen algunas semejanzas llamativas entre las dos enfermedades. Los expertos creen que el estudio de los cerebros de pacientes con COVID-19 podría conducir a mejores tratamientos para ambas afecciones.

Por Emma Yasinski, Emma Yasinski
Publicado 1 mar 2022, 11:00 GMT-3
COVID-19 y Alzheimer

Cheryle St. Onge tomó fotografías adorables de su madre, Francis, mientras esta transitaba su demencia y la pérdida de sus emociones y memoria, hasta su muerte en 2020. Hoy, los investigadores están explorando las similitudes entre los efectos de la enfermedad de Alzheimer y algunos de los síntomas cognitivos y alteraciones cerebrales causados ​​por la COVID-19 para saber si las infecciones virales podrían ser una causa de demencia.

Fotografía de Cheryle St. Onge

En mayo de 2020, Amanda Finley se sentó recta en la cama, dispuesta a escribir una nota importante en la pizarra que tiene a mano en la mesa de luz. Sin embargo, terminó dibujando una gran cara sonriente sobre sus sábanas nuevas y sintió que había logrado su objetivo.

Meses después de su primer diagnóstico positivo de COVID-19, en marzo de 2020, Finley, ex arqueóloga y cantante de ópera, seguía padeciendo una gran cantidad de síntomas de esta enfermedad. Pero, según ella, el más preocupante era la llamada “niebla mental”. 

A raíz de esta situación, en julio de 2020, Finley decidió crear el grupo de Facebook “COVID-19 Long-Hauler's” (COVID-19 de duración prolongada) para concienciar y apoyar a aquellos que padecen síntomas a largo plazo. Luego, en 2021, volvió a infectarse, esta vez con la variante delta. Varias escenas de los meses que siguieron a ese segundo diagnóstico se le han borrado de la mente. “No recuerdo gran parte del verano”, afirma, y enfatiza: “Eso es aterrador...Realmente me importa que mi cabeza esté sana”.

Los científicos se esfuerzan por entender por qué algunos pacientes tienen síntomas persistentes, sobre todo, niebla mental, después de padecer COVID-19. Aunque actualmente se sabe poco, ciertos hallazgos podrían aportar información sobre otra enfermedad que lleva mucho tiempo quitándole el sueño a los investigadores: el Alzheimer.

En Estados Unidos, hoy en día, la enfermedad afecta a unos 6 millones de estadounidenses y se espera que se triplique el número de casos para el año 2060.

El Alzheimer se produce como consecuencia de la extinción gradual de las neuronas de la parte del cerebro encargada de codificar los recuerdos a corto plazo, lo que hace que los pacientes tengan una pérdida de memoria cada vez mayor. “Mi madre tenía la memoria muscular” —escribe St. Onge— pero no el recuerdo de las innumerables veces en su vida que habría experimentado el acto infantil de sostener una varita, soplar y ver burbujas en el aire”.

Fotografía de Cheryle St. Onge

Los enfermos de la COVID-19 prolongada describen algunos síntomas cognitivos que, según los neurólogos, son muy similares a los del Alzheimer. Finley se sentía desorientada y perdía cosas. También experimentó alteraciones de la personalidad, algo común en los enfermos de Alzheimer. “Trato de no ser una persona mala”, dice, y cuenta que durante el verano se volvió “cruel”. No se acuerda de todo pero, basándose en viejos mensajes de texto, confiesa: ¡Me avergüenzo de muchas cosas que dije e hice”.

En el siglo transcurrido desde que se identificó por primera vez el Alzheimer, los científicos han considerado muchas razones por las que estos pacientes tienen una pérdida severa de memoria. La posible causa más aceptada tiene que ver con las altas concentraciones de dos proteínas anormales: la beta-amiloide, que se acumula en el espacio entre las neuronas, y bloquea las líneas de comunicación; y la tau, que se concentra en el interior de las células nerviosas e interrumpe la señalización neuronal.

En casi una cuarta parte de los más de 2.000 ensayos clínicos sobre tratamientos del Alzheimer, realizados antes de 2019, se utilizaron fármacos que, según se pensaba, eliminaban el beta-amiloide del cerebro. Si bien muchos de estos fármacos lograron reducir el beta-amiloide, los síntomas de los pacientes no mejoraron y el deterioro cognitivo no se ralentizó.

Los ensayos derivaron en varios fracasos importantes. Finalmente, en 2021, la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) de los EE.UU. aprobó uno de los fármacos, el aducanumab, pero aún no puede afirmarse si realmente beneficia a los pacientes.

Otra hipótesis que está ganando peso es que una infección vírica, bacteriana o incluso fúngica podría desencadenar una serie de sucesos que conduzcan a la neurodegeneración. Aunque esta teoría es mucho menos popular que la hipótesis del amiloide, ya había empezado a recibir una especial atención incluso antes de la pandemia.

“En los últimos 10 años, más o menos, ha crecido el interés por la idea de la neuroinflamación y la interacción entre el sistema inmunitario y el cerebro”, explica Sean Naughton, neurocientífico y toxicólogo de la Escuela de Medicina Icahn de Mount Sinai de Nueva York (Estados Unidos), quien ahonda: ”Y ese interés se ha reavivado, en parte, debido a la COVID-19”.

Los científicos están tratando de entender por qué pacientes como Finley experimentan déficits cognitivos continuos después del coronavirus. Así, se han publicado varios estudios que arrojan luz sobre cómo un virus (ya sea el SARS-CoV-2 u otro) podría desencadenar una cascada molecular con grandes posibilidades de provocar demencia.

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    “Mi madre tejía increíblemente bien, y me enseñó cómo hacerlo cuando era una niña, escribe St. Onge. “Le encantaba la naturaleza productiva del tejido, y como usaba agujas redondas, podía tejer de un lado a otro sin miedo de confundirse con los puntos del revés. Hizo una cantidad enorme de mitones de lana y, hoy, los atesoramos”, agrega.

    Fotografía de Cheryle St. Onge

    “Mi madre venía conmigo a casi todos los eventos, escribe St. Onge, y recuerda: “Siempre estaba dispuesta a subirse al coche para hacer mandados con nosotros y sentarse a hacer crucigramas”.

    Fotografía de Cheryle St. Onge

    Alzheimer: una desgracia

    El Alzheimer se produce porque se van degenerando las neuronas del hipocampo (una pequeña región del cerebro con forma de caballito de mar, situada entre las orejas, que se encarga de codificar los recuerdos a corto plazo). A medida que esto sucede, los pacientes empiezan a olvidar acontecimientos muy recientes, como dónde han dejado las llaves o qué han comido. Con el tiempo, las pérdidas de memoria abarcan un período mucho más grande y muchos llegan a olvidar la mayor parte de su vida adulta.

    Actualmente, los investigadores describen dos tipos de Alzheimer: de aparición temprana, que comienza entre los 40 y 50 años, y de aparición tardía, que no se manifiesta hasta los 65 años o más. El primero, que afecta solo al 5 por ciento de los pacientes, tiene un fuerte y ostensible vínculo genético. Sin embargo, poco se sabe sobre lo que desencadena la forma de inicio tardío de la enfermedad, que es mucho más común.

    La hipótesis del amiloide surgió en 2010, a partir del estudio del neuropatólogo John Q. Trojanowski y su equipo, que mostraba la acumulación de beta-amiloide en los pacientes mucho antes de que tuvieran síntomas.

    Trojanowski sugirió que el Alzheimer comienza cuando las proteínas beta-amiloides se agrupan en placas entre las neuronas del hipocampo y se van extendiendo gradualmente hacia el exterior. Al acumularse, provocan la formación de proteínas tau anómalas en el interior de las células, que interrumpen la comunicación neuronal y la formación de la memoria.

    En 1952, el psiquiatra y genetista sueco, Torsten Sjogren, sugirió, por primera vez, que las infecciones podrían desencadenar el Alzheimer, pero la idea no tuvo mucha repercusión e, incluso, ha recibido poco interés por parte de la industria farmacéutica.

    A partir de 2019, solo el 0,5 por ciento de los ensayos clínicos probaron medicamentos antivirales o antibacterianos para detectar una raíz microbiana en el Alzheimer.

    Aun así, han surgido pruebas recientes que apoyan la idea: por ejemplo, estudios que han encontrado virus como el Herpes Simplex 1 en los cerebros de los pacientes con Alzheimer. Y, con la pandemia, los investigadores enseguida notaron que la enfermedad vírica provoca graves daños en el cerebro.

    Efectos de la COVID-19 en el cerebro

    Los estudios de autopsias de pacientes que murieron a raíz de una COVID-19 grave aportan resultados muy diversos: algunos no muestran evidencia del virus en el cerebro, otros muestran pequeñas cantidades ocultas en los vasos sanguíneos cerebrales y otros muestran el virus distribuido por todo el órgano.

    Un estudio de autopsias de junio de 2021, tomó muestras del cerebro de ocho pacientes con COVID-19 grave. No reveló signos de virus, pero sí encontró microglía (células que actúan como parte del sistema inmunitario del cerebro) con alteraciones patológicas similares a las observadas en pacientes con Alzheimer.

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      "A finales de la primavera de 2019, mi madre con nuestro Jack Russell, Skipper —escribe St. Onge—. Ambos eran viejos y, sin embargo, su comportamiento parecía evocar su juventud, la magia del agua y un gran patio abierto para jugar”.

      Fotografía de Cheryle St. Onge

      “Nos sorprendió”, asegura el autor principal del estudio Tony Wyss-Coray, neurólogo que estudia la función del sistema inmunitario en el Alzheimer, en la Universidad de Stanford (Estados Unidos). Cuando un individuo padece la enfermedad, su microglía puede activar genes específicos que, de otro modo, estarían inactivos.

      Los científicos han identificado patrones únicos de actividad genética asociados a ciertas enfermedades neurodegenerativas, entre ellas, el Alzheimer.

      Según Geidy Serrano, directora del Laboratorio Civin de Neuropatología del Instituto de Investigación Banner Sun Health, existen pruebas de que el virus podría entrar en el cerebro a través del bulbo olfativo, donde se codifican los olores. Desde el bulbo olfativo, el virus podría viajar hacia la amígdala, que participa de la regulación de las emociones y, luego, al hipocampo.

      Tiene sentido que, si el virus pasa por esa vía que está relacionada con la cognición y los recuerdos, acabe pareciéndose a otros tipos de demencia”, conjetura.

      Recientemente, los científicos de los Institutos Nacionales de la Salud (NIH) de Estados Unidos realizaron autopsias a 44 pacientes que habían tenido COVID-19. Algunos de ellos habían muerto como consecuencia de la enfermedad, mientras que otros habían vivido hasta siete meses tras padecer una manifestación grave de COVID-19. De los 11 cerebros examinados, 10 contenían SARS-COV-2 distribuido por todo el órgano.

      Desgraciadamente, las autopsias no pueden decirnos mucho, dice Serena Spudich, profesora de neurología de la Facultad de Medicina de Yale. “Las autopsias han aportado mucha información. Pero estos datos tienen sus limitaciones, ya que se trata de personas que sufrieron una COVID-19 grave o que murieron”, describe la especialista, y lamenta: “En las últimas etapas de la vida, el cuerpo y el cerebro están expuestos a demasiados desajustes horrendos”.

      Por suerte, otros investigadores ya están comenzando a obtener pistas de pacientes vivos.

      Pistas para una superposición de Alzheimer-COVID-19

      En octubre de 2020, la especialista en cuidados neurocríticos, Jennifer Frontera, y su equipo de la Facultad de Medicina Langone Grossman de la Universidad de Nueva York, publicaron un estudio que revelaba que el 13,5 por ciento de los pacientes hospitalizados con COVID-19 desarrollaban un nuevo trastorno neurológico: una encefalopatía (disfunción cognitiva desencadenada por infecciones y la respuesta inmunitaria del organismo), una convulsión o un accidente cerebrovascular.

      “A mi madre no le gustaban los caballos cuando era más joven, pero hizo todo lo posible por superar sus miedos cuando me enamoré de todo lo relacionado con los caballos a la tierna edad de cuatro años —revela St. Onge—. Se trata de un momento de tranquilidad entre dos almas, que sólo parecían ser conscientes la una de la otra durante unos íntimos instantes”.

      Fotografía de Cheryle St. Onge

      Quienes padecen COVID-19 describen algunos síntomas cognitivos que, según los neurólogos, son muy parecidos a los de la enfermedad de Alzheimer, como desorientarse, perder cosas e incluso sufrir cambios de personalidad. “Mi madre nunca hubiese lamido el plato —dice St. Onge—, pero al perder la inhibición se daba el gusto de comer un postre que le gustaba mucho y de limpiar el plato con la lengua”.

      Fotografía de Cheryle St. Onge

      Muchos pacientes muy enfermos, que no pueden visitar la unidad de cuidados intensivos (UCI) por cualquier causa, desarrollan síntomas neurológicos. Para entender mejor lo que les ocurría a los pacientes de COVID-19 en concreto, Frontera se asoció con Thomas Wisniewski, director del Centro de Investigación de la Enfermedad de Alzheimer (ADRC), y analizó las muestras de sangre que los pacientes habían proporcionado cuando ingresaron al hospital.

      En un estudio publicado el mes pasado, los científicos descubrieron que los pacientes de COVID-19 con síntomas cognitivos pero sin antecedentes de demencia, tenían altos niveles de proteínas en la sangre que indicaban un daño cerebral. Algunas de ellas suelen observarse cuando los pacientes sufren lesiones neuronales causadas por accidentes cerebrovasculares o falta de oxígeno, pero otras, como la tau-181 fosforilada (ptau), se consideran específicas del Alzheimer.

      Los resultados distan de ser concluyentes. “Recién estamos aprendiendo sobre algunos de estos biomarcadores sanguíneos y lo que podrían indicar, así que el siguiente paso es hacer un seguimiento de los resultados”, dice Frontera.

      Otro investigador, Magnus Gisslen, especialista en enfermedades infecciosas de la Universidad de Gotemburgo (Suecia), publicó, en 2020, un estudio similar sobre los biomarcadores del líquido cefalorraquídeo. Le sorprendió enterarse de que Frontera y su equipo registraron una ptau elevada, porque el suyo no había encontrado eso. “Se cree que es muy específico, mucho más específico para el Alzheimer que los otros marcadores”, detalla.

      Desde aquel primer estudio, Frontera y su equipo han monitoreado a los pacientes que fueron dados de alta del hospital, realizando exámenes médicos por teléfono para evaluar su estado cognitivo.

      El trabajo aún no se ha publicado, pero afirma que entre seis y 12 meses después de la hospitalización, alrededor de la mitad de los pacientes, mostraron una mejora en los indicadores cognitivos. “Eso es muy alentador”, expresa.

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        "Mi madre jugaba con la forma y la belleza de un girasol arrancado del jardín”, recuerda St. Onge. Los científicos dicen que pasarán años antes de saber si las infecciones víricas contribuyen al riesgo de desarrollar Alzheimer. Pero una mejor comprensión de la lesión que la COVID-19 produce en el cerebro podría abrir la puerta al desarrollo de mejores tratamientos tanto para la COVID prolongada como para la demencia.

         

        Fotografía de Cheryle St. Onge

        ¿La COVID-19 aumenta el riesgo de padecer Alzheimer? 

        Los científicos dicen que hay que esperar años, si no décadas, para saber si la COVID-19 contribuye al riesgo de desarrollar el Alzheimer. Y, si bien la COVID-19 prolongada y la enfermedad neuro-degenerativa comparten un subconjunto de síntomas, muchos son diferentes. El Alzheimer se desarrolla gradualmente a lo largo del tiempo, mientras que la niebla mental provocada por el coronavirus aparece enseguida.

        Por lo general, el Alzheimer es una enfermedad de los mayores de 65 años, mientras que el deterioro cognitivo tras la COVID-19 puede producirse incluso en niños, explica Ziyad Al-Aly, director del centro de epidemiología clínica del Veterans Affairs St. Incluso, los problemas de memoria a corto plazo pueden diferir entre los pacientes que padecen ambas enfermedades.

        Pero es posible que una mejor comprensión de este tipo de lesión cerebral facilite el desarrollo de tratamientos especiales contra la demencia.

        Por ejemplo, el neurocientífico Dervis Salih y su equipo del University College de Londres, descubrieron que la forma en que las células inmunitarias innatas del cerebro responden a una acumulación de beta-amiloide, es muy similar a la forma en que estas células del pulmón responden a una infección por SARS. “Esta coincidencia es muy significativa”, enfatiza Salih, y advierte: “por lo que interrumpir este proceso podría ayudar a ambos tipos de pacientes”.

        Naughton subraya que, incluso si se descubre que los virus provocan la enfermedad, “eso no determinaría del todo la enfermedad de Alzheimer”. Hay muchos otros factores (dieta y ejercicio, calidad del sueño, exposición a la contaminación atmosférica) que pueden influir en el riesgo de que una persona desarrolle demencia a medida que envejece. Y quizá, entre los millones de personas que padecen Alzheimer de inicio tardío, haya una serie de causas que los científicos aún no han identificado.

        Aun así, el análisis de los distintos factores de riesgo podría ayudar a los científicos a encontrar y personalizar tratamientos más eficaces para el Alzheimer. En el caso del cáncer, un esfuerzo similar para describir mejor los tipos de esta enfermedad, ha dado lugar a terapias mucho más efectivas.

        Si bien sigue teniendo niebla mental de vez en cuando, Finley cuenta que ha ido mejorando con el tiempo. Siente que la niebla se ha disipado y que controla mejor sus actividades diarias, algo que generalmente no les ocurre a los pacientes con Alzheimer. Asimismo, nota que su personalidad está más estable; pero aún le cuesta obtener (y pagar) atención médica, y suele necesitar más descanso que antes.

        Finley, que vive un poco en casa de amigos y otro poco en una tienda de campaña, pidió a personas de confianza que intervengan si su condición empeora. “Necesito que estén atentos a estas cosas”, les dijo refiriéndose a olvidos, desorientación y cambios de personalidad. “Les pido que si notan algo, por favor, me lo digan”, agregó.

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