Caravana de migrantes se dirige hacia el norte desde El Salvador

Dejan atrás a sus familias y amigos, avanzando en dirección norte hacia lo que esperan que sea un futuro más prometedor.

Por Nina Strochlic
FOTOGRAFÍAS DE Moises Saman
Publicado 9 nov 2018, 19:21 GMT-2
La noche antes de salir en una caravana con dirección hacia la frontera estadounidense, los migrantes ...
La noche antes de salir en una caravana con dirección hacia la frontera estadounidense, los migrantes salvadoreños hacen fila para recibir agua. Muchas personas de distintas partes de El Salvador viajaron para reunirse con otros participantes de la caravana en la plaza El Salvador del Mundo, en el centro de la ciudad de San Salvador.
Fotografía de Moises Saman, Magnum, National Geographic

Sandra sueña con ir a la universidad, pero teme que sea imposible. El barrio de esta joven de 17 años, justo al norte de San Salvador, está bloqueado en ambos extremos por territorios de pandillas. Ir y volver de clases implicaría atravesar estas áreas temprano por la mañana y a altas horas de la noche—una misión potencialmente mortal. Por eso, cuando Sandra se enteró de que se estaba formando una caravana de migrantes y de que algunos de sus amigos irían, pensó en unirse a ellos. Así, podría recibir educación lejos de El Salvador, en donde la tasa de homicidio lo califica sistemáticamente como el lugar más peligroso del planeta, sin tener en cuenta las zonas de conflicto bélico.

Cientos de migrantes salvadoreños que se unieron a la caravana viajan dentro de un contenedor, mientras que el camión que los lleva se acerca a la frontera entre El Salvador y Guatemala.
Fotografía de Moises Saman, Magnum, National Geographic

En un servicio de oración al aire libre para bendecir a quienes partían, Sandra estaba parada, con la cabeza gacha y una vela entre sus manos. “Padre, bendice esta caravana de inmigrantes”, murmuraba al micrófono el pastor luterano Rafael Salaverria, mientras que el sónido del tráfico de la carretera resonaba en la plaza desbordada de gente. “Están saliendo en un éxodo. Padre, te necesitan. No solo te rezamos, también te pedimos que nos inspires para caminar junto a ellos”.

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    Cientos de migrantes salvadoreños que se unieron a la caravana viajan dentro de un contenedor, mientras que el camión que los lleva se acerca a la frontera entre El Salvador y Guatemala.
    Fotografía de Moises Saman, Magnum, National Geographic

    Mientras los fieles rezaban, en cientos de grupos de WhatsApp se difundió el mensaje de que muchos se reunirían el martes a última hora para acampar toda la noche en El Salvador del Mundo, una rotonda decorada con una estatua de Jesús sobre el mundo; y que algunos de ellos llegarían el miércoles temprano por la mañana. Saldrían a las 9 de la mañana. El plan se había difundido durante más de una semana por las redes sociales, y contenía una promesa de igualitarismo: Recuerden que no hay líderes, no hay coyotes ni financieros, este mensaje se repetía en todos los grupos. Nos apoyamos los unos a los otros como hermanos salvadoreños.

    Cuando Sandra les contó el plan a sus padres, ellos le prohibieron que lo hiciera. “No tengo el valor para dejarlos”, escribió en un mensaje de WhatsApp la noche antes de partir. “Son todo para mí”. Se quedaría en casa—mientras que una caravana de unas 2000 personas saldría a pie hacia la frontera estadounidense, a al menos 2000 kilómetros de distancia.

    Durante semanas, los salvadoreños siguieron las noticias mientras que un grupo de 7000 inmigrantes caminó, nadó e hizo dedo desde Honduras, su país vecino, hacia Estados Unidos. Escucharon cómo el presidente Trump amenazó con enviar 15.000 tropas para que cerraran la frontera Estados Unidos-México y así impedir el ingreso de la caravana. Sin embargo, con pocas posibilidades de un futuro mejor en El Salvador, optaron por irse en caravana.

    Cuando el sol se puso el martes antes de la partida, grupos de personas de todas partes del país habían llegado a la plaza, extendieron sus mantas sobre el césped escalonado y se recostaron sobre sus mochilas. Se pasaban mapas y bocadillos, y estudiaban la ruta norte. Algunos habían decidido unirse tan solo unos días atrás, pensando que podría ser la única vez que se les presentara la oportunidad de viajar sin tener que pagarle miles de dólares a un coyote contrabandista. Por eso, empacaron una pequeña mochila—tres mudas de ropa, documentos de identidad, dinero y medicamentos, tal como se recomendaba en los grupos de WhatsApp. Algunos pocos llevaron fotos, recuerdos de sus hogares y otros objetos aparte de los necesarios.

    Frente a un viaje de una duración y dificultad que desconocían, muchos dejaron a sus hijos atrás, alegando que solo podían justificar arriesgar sus propias vidas. Eliezer Javier, un niño pequeño, no podrá recordar cuando su madre lo dejó en la casa de sus abuelos en la tarde del martes. La madre de Marilyn le dijo que no se preocupara; y Marilyn le prometió a su hermano menor que le enviaría dinero para que finalizara la escuela, ya que ella no había podido hacerlo. Marilyn planea ir a Houston, junto con su novio, en donde vive su madre. Sin embargo, hasta el martes nunca lo habían visto en un mapa. “Si llegamos a hacerlo, no volveré nunca”, dijo Marilyn, que tenía en sus manos una caja de jugo y una barra de granola que le habían repartido.

    La historia del origen de la caravana de El Salvador es confusa. “Es como un espíritu”, afirmó un oficial de inmigración con respecto a los organizadores. Sin embargo, existe una pista, que se encuentra en un pueblo pintoresco, a una hora al este de San Salvador. A principios de octubre, mientras que Carlos observaba cómo la caravana hondureña se abría paso hacia el norte, hablaba con un grupo de amigos de Facebook sobre el futuro. Había pasado un año y medio desde que una pandilla local apareció en la panadería de su familia y lo metió a la fuerza en un auto. Su ex novia, la madre de su hijo, había comenzado a salir con el líder de la pandilla, despertando a un posible enemigo mortal. Los golpes y las amenazas no han cesado desde ese momento.

    Migrantes salvadoreños estaban alineados al borde de la carretera cerca del volcán Izalco en Sonsonate, El Salvador, y esperaban conseguir que alguien los llevara a la frontera de Guatemala.
    Fotografía de Moises Saman, Magnum, National Geographic

    “No me voy a quedar quieto esperando que me maten”, le dijo Carlos a su madre. Sus amigos comenzaron a conversar: ¿Qué pasaría si formaran su propia caravana para fines de ese mes?. Desde ese momento, señaló Carlos, el mensaje se difundió: se crearon nuevos grupos de WhatsApp, ya que muchos llegaron al límite de miembros. Hoy en día, unos 30 grupos conectan las distintas regiones del país. Se envían cientos de mensajes por hora, una oleada de coordinación logística, artículos periodísticos, oraciones para rezar y frases inspiradoras.

    Durante el último día en que Carlos estuvo en El Salvador, su hija de dos años y medio, Melanie, jugó con su celular y preparó el cambio, en una caja afuera de su casa, para los clientes que compraban pasteles. Las noticias de la caravana hondureña eran cada vez peores, en la frontera mexicana se usaban balas de goma y gas lacrimógeno. Su madre le rogó que pensara en los cumpleaños y navidades que se perdería junto a su hija. Sin embargo, Carlos sentía que no había otra opción. “¿Qué bien haré cuando muera? Con esta decisión, tengo una escapatoria y una oportunidad de cambiar la vida de mi hija”. Al día siguiente, antes de que amaneciera, Carlos no despertó a su hija para despedirse de ella antes de escaparse para subirse a un autobús rumbo a San Salvador. Si llega a Estados Unidos, no regresará a El Salvador.

    El miércoles justo después de las 8 de la mañana, en la plaza de El Salvador del Mundo, alguien se paró, gritó al grupo, y el éxodo comenzó. Cientos de personas con mochilas, que llevaban tan solo un poco más que una botella de agua, siguieron por una carretera que salía de la rotonda y se dirigieron hacia el oeste del centro de San Salvador. Los autos que pasaban arrojaban bolsitas de agua, y los niños que iban a la escuela en uniformes blancos y negros apoyaban sus caras contra las ventanillas y gritaban palabras de aliento:  ¡Buena suerte! ¡Que Dios los bendiga!

    El grupo avanzaba por el borde de la carretera Monseñor Romero, que recibe este nombre por un sacerdote muy franco, que fue asesinado en 1980 por un escuadrón de la muerte, y que recientemente fue declarado santo. Camiones semi-acoplados y camionetas se detuvieron a lo largo de la banquina, y se escuchaban fuertes aclamaciones a medida que los pasajeros se subían. Antes del mediodía, el grupo ya se había dividido, pero estaba camino a Guatemala.

    Tomando de una mano a su hijo de 12 años y de la otra a su hija de 14, Beatrize se subió a la caja de un camión Maersk, que aceleró hacia la frontera de Guatemala. La brisa que entraba por la puerta abierta desapareció, y a lo largo del camino cada vez más y más personas se subieron a bordo, generando calor y haciendo que el aire fuera cada vez más denso. Beatrize dijo que, junto con sus hijos, cerraron todo bajo llave en su casa y salieron justo antes del amanecer para unirse a la caravana. La situación en el país, mencionó, es tan peligrosa que ninguna charla sobre separación de familias o militares impedirá que se lleve a sus hijos.

    Josué se apoyó contra la pared del camión, empapado en sudor y agarrando su mochila Jansport de color violeta. El obrero de fábrica de 22 años había pasado seis meses en centros de detención en Texas y Georgia, en el 2016, incluyendo días en los que sufrió un intenso frío en la extremadamente congelada “hielera”. Esta vez, planea quedarse en México para trabajar antes de volver a intentar cruzar la frontera. Un martes, temprano por la mañana, había estado enviando mensajes alentadores en el grupo de WhatsApp: “Nosotros, los salvadoreños, no conocemos el miedo”, escribió junto con un renglón lleno de emoticones con anteojos de sol. Antes de irse, guardó dos fotos de su madre en su billetera.

    En el trayecto desde Honduras y con la ilusión de llegar a la frontera estadounidense, miles de migrantes en caravana descansan a un lado de la carretera cerca del pueblo de Los Corazones, en Oaxaca, al sur de México.
    Fotografía de Moises Saman, Magnum, National Geographic

    En una salida cerca de donde la autopista se dirige en dirección norte hacia Guatemala, el camión se detuvo y los pasajeros se bajaron para buscar a otra persona que los lleve. Sentado en la parte trasera de otro camión lleno de migrantes se encuentra Herbert Hernandez Arce, el director del control de inmigración de El Salvador. Hernandez Arce grita por encima del ruido, enumerando los peligros a los que los pasajeros se enfrentarán una vez que salgan del país: robos, secuestros, trata de personas. “Se les hizo creer que este era un viaje sin costo”, dijo luego de bajarse del camión. “En este país, nada es gratis”.

    Al comenzar la tarde, una fila de personas se arrastraba por los edificios bajos en la frontera de Guatemala, esperando que les revisaran sus pasaportes o documentos de identidad. En el paso fronterizo, no muy lejos de la costa del Pacífico, los camioneros son los clientes más habituales; sin embargo, ¿esta frontera estaba preparada para recibir a 500 personas. Las visas no les fueron requeridas, solo documentos de identidad; sin embargo, la verdadera prueba será en la frontera mexicana. Dos semanas atrás, la policía se enfrentó a la caravana hondureña, obligándolos a caminar por un río para ingresar al país. Desde entonces, en México se permite que crucen nuevos inmigrantes.

    A media milla de la frontera, ya habiendo pasado por el primero de los tres pasos fronterizos, los grupos de salvadoreños se asentaron en un pequeño parque para pasar la noche. Los niños jugaban en el subibaja y los adultos descansaban sobre sus mochilas, debatiendo sobre el único objetivo de la caravana: reunirse el viernes en la frontera mexicana, a 320 kilómetros de distancia. Un joven, vestido con una camiseta polo rayada, se subió a un pequeño poste de concreto para anunciar el plan para el día siguiente: saldrían a las tres de la mañana en autobuses ya contratados, que los llevaría al próximo pueblo, a dos horas hacia el norte. “La unión nos hace más fuertes”, dijo, dándose cuenta de que sus planes podrían arruinarse en los próximos días de caminatas y dedo. “No se separen. No abandonen el grupo”.

    Sin embargo, al anochecer, parte del grupo decidió seguir viaje. Tomaron sus mochilas y comenzaron a caminar, con los ojos en la carretera para ser llevados hacia el norte.

    Se han empleado solo primeros nombres para proteger la identidad de las personas.

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      El 27 de octubre, los centroamericanos que forman parte de una caravana de miles de migrantes emprendieron viaje en la parte de atrás de un camión acoplado, pasando cerca del pueblo de Los Corazones, en Oaxaca, México.
      Fotografía de Moises Saman, Magnum, National Geographic
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